Para el día de Todos los Santos, un texto inédito de José Garrido Villanueva


En Angels Fortune [Editions] queremos aportar nuestro granito de arena al ambiente fantasmagórico de las próximas celebraciones. No va a ser Don Juan Tenorio. No va a ser E. A. Poe. Será uno de nuestros autores más atmosféricos.

Pasen y lean.




TU Y YO, PARA SIEMPRE
Un texto de José Garrido Villanueva


Discúlpame, cariño, si no te he tratado con toda la delicadeza que mereces, pero es que a veces los deseos se vuelven incontrolables.
Julián se situó frente a la ventana que daba al espacioso jardín. Se veía muy abandonado, pero a él le daba igual. Casi podría decirse que le gustaba más así: lleno de hierbajos y arbustos sin podar; la Naturaleza en estado puro. Incluso se veían flores de aspecto delicado y bellos colores que no habrían estado ahí de haberse cuidado como Dios manda. Ahora, bajo aquella fina llovizna y el cielo plomizo, tenía un aspecto espectacular. Parecía que estuviera en plena selva, sin cortes milimétricos, sin espacios bien delimitados, sin que cada planta ocupara su sitio exacto, como nos gusta a los humanos, como si nuestra creación superara a la que ha perdurado durante millones de años y que nosotros nos empeñamos en destruir día tras día.
—No sabes cuánto he ansiado este momento. El momento en que estuvieras conmigo, ahí sentada, disfrutando como yo de este día maravilloso —continuaba diciendo de espaldas a ella, contemplando la lluvia serena que caía sin cesar—. Me hizo mucho daño que te enamoraras de Alberto, tengo que reconocerlo. Y que hicieras planes de boda con él. Eso terminó casi por anular mis últimas esperanzas.
Calló durante unos segundos, como si esperara que ella asimilara sus palabras.
—Pero ¿sabes una cosa?: me dolió más cuando te abandonó al pie del altar. Se podría pensar que debería haberme alegrado por este hecho tan cobarde que protagonizó el muy..., me callaré, porque no quiero decir lo que siento; no desearía herir tu sensibilidad. De nuevo volvías a estar libre y, destrozada y humillada por esta... canallada, me resultaría factible reavivar mis esperanzas, que no mi amor, porque este continuaba intacto. Pero a pesar de eso no me alegré. Me sentí triste. Porque te vi sufrir. Y te diré algo: por encima de todo quiero verte feliz, aunque sea en los brazos de otro.
Un nuevo silencio, solo roto por el goteo de un viejo canalón que salpicaba el alféizar de la ventana.
—Debo decirte que no soy ningún masoquista —prosiguió Julián—, pero es la verdad. Mi amor por ti es tan sincero, tan profundo, que no pienso en otra cosa que en verte dichosa; esa, necesariamente, es la llave que abre la puerta de mi felicidad. Como es natural, mi deseo más ferviente siempre ha sido que esa dicha que anhelo para ti la alcanzaras a mi lado. Por eso, cuando te vi tan perdida, tan desamparada, sentí la imperiosa necesidad de tenerte. En el fondo quería demostrarte que todo en esta vida no es sufrimiento, sino que a veces tenemos la fortuna de que alguien se preocupa por nosotros. Todo lo he hecho por ti, porque te amo, y deseaba darte una nueva oportunidad.
Se volvió y cogió la copa que tenía sobre la mesa. Bebió la mitad de un solo trago. Y avanzo hacia ella, sonriente, con la sensación propia del que ha conseguido todo en la vida. Se sentó a su lado, en una silla colocada previamente. Y la miró con los ojos extasiados.
—Jamás en mi vida habría imaginado este momento: tú y yo, juntos para siempre. Aunque tengo que reconocer que me ha costado lo mío traerte a casa. Pero ha valido la pena.
Con sumo cuidado, como quien limpia de impurezas el rostro de un bebé, retiró de su vestido de novia la tierra que se le había pegado al sacarla de la sepultura donde fue enterrada tras suicidarse por el plantón de su novio frente al altar.
Julián apuró su copa y dejó que el veneno penetrara lentamente en su organismo. Luego se dedicó a contemplarla. No le importaban su manos esqueléticas, donde las uñas adquirían un protagonismo muy especial, ni ver su rostro consumido, con la piel cuarteada como cuero seco puesto al sol, o aquellos dientes que se veían enormes en una boca sin labios. Tampoco su color sucio, ceniciento. O aquellos ojos, cuyas cuencas vacías se veían negras como la pez. Ni aquel enredado mechón de cabello, desprendido de su cabeza, que reposaba ahora sobre el regazo. Solo le importaba que estuviera allí con él, alcanzar juntos la eternidad, sentirla a su lado justo en su último aliento de vida.
—¡No sabes cuánto te amo! —murmuró en un doloroso arrebato de sinceridad.
Y se aferró con fuerza a aquella boca podrida, que parecía sonreírle, en un beso gozoso, que respondía a su última voluntad, porque en ese momento, en esa posición, sus manos se crisparon y la copa se hizo añicos entre sus dedos.
El sonido de los cristales al caer fue lo último que se escuchó en la habitación.


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